Hacedme un hueco en vuestros corazones y compartamos un tiempo de historias sencillas, escritas por manos sencillas.


1 nov 2008

Inter arma, silen leges

Yo pertenecí a un pelotón de fusilamiento después de la guerra, y los recuerdos de esos días me han perseguido toda la vida.

            A mis dieciocho años aquellas palabras me estallaron en los oídos como el disparo de una ráfaga de fusil ametrallador. Estábamos sentados en el huerto de atrás de la casa del pueblo, a la sombra del manzano, durante la hora de la siesta, mientras los demás habitantes de la casa dormían.

            Mi abuelo nunca dormía la siesta, perdió la costumbre durante la guerra.

            Eso era lo único que yo sabía acerca de la vida de mi abuelo durante esa época, en casa nunca se hablaba de ese tema, era como si todo el mundo corriese un tupido velo sobre esos años de desgracia. Él siempre dijo que no quería hablar de eso, que no quería recordar cosas que le hacían daño.

            Cerré el libro que estaba leyendo y le miré, estaba sentado muy tieso en una silla de enea, los codos apoyados en las rodillas, las manos entrelazadas y la mirada clavada en el suelo. Levantó la cabeza y clavó su mirada azul en mis ojos, cerró los ojos y continuó hablando.

Eran malos tiempos y el odio se había hecho fuerte en el corazón de los hombres, mi madre había muerto años atrás de unas malas fiebres y nos había dejado solos a mi padre y a mí.

Sacó del bolsillo del chaleco un paquete de “Ideales”, se llevó un cigarro a la boca y lo encendió con el mechero de gasolina. Una tos ronca le salió del pecho.

Dicen que algún día esto me va a matar, pero si no lo consiguieron esos hijos de puta, no lo va a conseguir el tabaco.

Exclamó, mientras me miraba y una tímida sonrisa asomaba en su semblante.

Cuando las primeras bombas cayeron sobre Madrid yo tenía diecisiete años. Mi padre tenía un cargo político en el Partido Comunista y era miembro de la Junta de Defensa de Madrid, era uno de los más señalados y sabía que si Madrid caía, él junto con muchos otros iba a ser fusilado. También sabía que tarde o temprano Madrid iba a caer en manos de Franco

Mi asombro era cada vez mayor, no solamente estaba hablando de la guerra sino que me estaba diciendo que mi bisabuelo era un miembro destacado del Partido Comunista. En mi casa no éramos precisamente de izquierdas, mi padre cuando se refería a los socialistas le llamaba despectivamente “Sociatas”, y cuando se hablaba de democracia le aparecía en el rostro una sonrisa irónica que dejaba entrever su tendencia de pensamiento. Mi madre por su parte era de las de confesión diaria y golpe de pecho, cosa que no había logrado transmitirnos ni a mí, ni a mi hermana, dos años mayor que yo y que se había ido a estudiar a Francia tras una lucha a brazo partido con mis padres.

Yo por mi parte a pesar de tener un pensamiento distinto al de mis padres nunca había mostrado mis tendencias y evitaba hablar de ello, no me han gustado nunca las discusiones y prefería mantener una postura delante de ellos poco menos que transparente.

Pero lo que me estaba contando mi abuelo comenzaba a dar al traste con todo el edificio familiar, no concordaba con ese aroma pequeño-burgués que desprendía mi familia.

Durante días estuvo mi padre destruyendo documentos que nos podían comprometer. Después de volver de las largas reuniones de la Junta de Defensa, o de inspeccionar el frente, se metía en su despacho y leía y releía papeles e informes, hacía un montón con ellos y a la mañana siguiente se los llevaba para destruirlos.

Pasaron los días, las semanas y los meses y la situación era cada vez más comprometida para la República, se oían los disparos de los fusiles en la Casa de Campo y la gente decía que de un día a otro Madrid caería.

Una noche mi padre llegó muy tarde a casa, yo ya me había acostado, me despertó y me hizo vestirme con mucha urgencia, mientras lo hacía me dijo que estábamos perdiendo la guerra. Me entregó una documentación falsa y me contó su plan, quería que me pasase al otro bando con nombre falso.

Yo no entendía nada, no quería irme de su lado, no quería abandonarle, pero me dijo que no podía ser, que él solo podría escapar y que si me detenían sabiendo quién era mi padre me iban a fusilar o me iban a utilizar para cogerle a él. Me explicó que era la única forma de escapar, él hacia Valencia donde ya se había retirado el Gobierno y yo quedándome en el otro bando. Me dijo además que pidiese la entrada en el ejército, los papeles que llevaba decían que era mayor de lo que realmente era. Durante esa noche me preparó una coartada, un falso pasado, no hizo falta que me enseñase a rezar, porque mi madre ya lo había hecho a espalda suya.

Yo estaba muy asustado pero tenía el convencimiento de que mentir era el único camino a la vida.

Me despedía de él en una camino lleno de barro, me abrazó, me besó y me dijo que me cuidara mucho, que lo importante era vivir por encima de todo.

Me dieron el alto unos soldados que estaban de patrulla y me llevaron a un campamento en Brunete. Me interrogaron y me encerraron en una especie de calabozo junto con otros hombres. Estuve allí durante dos días, y allí me enteré que Madrid había caído.

En un cuartel en Fuencarral me dieron un uniforme y me enseñaron a disparar, me hicieron jurar la bandera roja y gualda y me destinaron a un pelotón al mando del teniente Holgado y del sargento Vasalle.

El teniente era un hombre joven y muy educado que procuraba no alzar la voz más allá de lo necesario para dar las órdenes, pero el sargento era un hijo de puta que disfrutaba con el sufrimiento de los demás.

Nos levantaron una madrugada, a las cuatro de la mañana y no hicieron entrar en un camión, nos llevaron hasta la tapia del cementerio de La Almudena, allí estuvimos esperando hasta que llegó otro camión cargado de gente.

No sabíamos a que nos llevaban allí, hasta que vimos a aquellas gentes bajar del camión, con las ropas gastadas, en alpargatas, demacrados, con cara de hambre y el miedo dibujado en cada gesto, unos lloraban, otros gemían y se abrazaban, otros permanecían en silencio, con la cabeza muy alta, desafiantes, pero les temblaban las piernas.

El sargento les hizo bajar del camión y los colocó junto a la tapia del cementerio. La claridad le iba ganando el pulso a la noche y nosotros nos miramos unos a otros con cara de asombro. Nos mandaron a formar con voz firme en fila de a dos. Una voz ordenó, “izquierda”, y nos encontramos frente a una hilera de hombres aterrados. Yo también empecé a temblar. La voz de Vasalle resonó en mis oídos con sordina ordenando “firmes”, “montar armas”, a lo que siguió al unísono el sonido metálico de los cerrojos de los fusiles, después “rodilla en tierra” a los de la primera fila.

Mis movimientos eran automáticos, yo estaba de pié en la segunda fila, recuerdo que a la orden de “apunten”, me eché el fusil al hombro y que al mirar por el alza del punto de mira lo veía todo borroso, eran las lágrimas.

Cerré los ojos en el momento en que oí la voz de “fuego”, apreté el gatillo y un repetido estruendo atravesó el aire limpio de la mañana.

Cuando abrí los ojos los cuerpos yacían inertes en el suelo, lloré mientras el teniente se paseaba entre los cuerpos, pistola en mano rematando de un tiro en la cabeza a los que no habían muerto de la primera descarga.

No acerté a decir ni una palabra, mis dedos se cerraban sobre el libro que sujetaba contra mi pecho, estaba sobrecogido, las imágenes se sucedían en mi cerebro mezcladas con mil preguntas que no eran capaces de encontrar salida a través de mi garganta.

Nos dejamos caer al suelo, agotados. Yo era incapaz de contener las lágrimas mientras el estómago se me contraía produciéndome unas terribles arcadas y un sabor agrio me subía a la boca.

El sargento se reía, llamándonos “maricones”, mientras el teniente encendía tranquilamente un cigarrillo.

Se llevaron los cuerpos en el mismo camión que los habían traído, cuerpos sin vida de gente como nosotros que habían muerto por defender unos ideales que eran los mismos que los míos, los mismos que los de mi padre.

Media hora después llegó otro camión, éste lleno de mujeres y se repitió la macabra escena, los gritos, los llantos, y ese temblor que me subía por las piernas cuando oía la voz del sargento, y las mismas lágrimas que me impedían ver, y las mismas arcadas.

Cuatro camiones despachamos ese día, unos sesenta desgraciados cuyo destino se había cruzado con nuestros fusiles.

Nunca volví a saber nada de mi padre, no se si consiguió escapar o si tuvo la desgracia o la mala suerte de caer en manos de las tropas vencedoras. Nunca sabré si un muchacho como yo, en cualquier lugar de España, de esa España rota, desgarrada, ensangrentada, tembló y lloró mientras disparaba contra mi padre.

Bajó la cabeza y la apoyó entre las manos, con los ojos azules clavados en el suelo. Yo me quedé sentado mirándole, en el huerto de atrás solo se oía el canto de los gorriones haciendo la cama, la tarde comenzaba a dejar caer su manto. Me levanté de la silla y caminé despacio hacia la casa.

Nunca supe porqué me contó aquello ni porqué fui yo el elegido. Pero jamás se lo pregunté, ni nunca se lo conté a nadie. Sus razones tendría, y yo, por mi parte, no me gustan los problemas, prefiero ser transparente. 

4 comentarios:

fonsilleda dijo...

Intenso, emocionante, triste y con unas imágenes que calan hondo, muy hondo. ¡Nunca mais!, es lo único que se me ocurre. No entiendo por qué ni para qué nos complicamos tanto la vida hombres y mujeres.
Aquello tuvo que ser terrorífico, me alegra no haberlo vivido.
Tu relato, como siempre, preciosista hasta para tocar un tema como éste.
Bicos.

Infiernodeldante dijo...

Ratifico lo comentado en tu otro blog, y agrego que la excelente narración que le haces a los hechos, permite que a pesar del tema, el lector pueda leerlo sin que hiera su sensibilidad. Cosa por demás difícil teniendo en cuenta lo que relata. Felicitaciones. Un abrazo.

es dijo...

Absolutamente estremecedor, intenso... sobrecoge al leerlo, e inevitablemente hice una asociación con el horror que vivimos aquì en laArgentina, en la època de la represión, cuando mandaban a niños que estaban haciendo el servicio militar a fusilar a otros jóvenes que luchaban por sus ideales.

No hay ser mas dañino que el género humano.

Una historia terrible de los horrores vividos por España.

Froiliuba dijo...

Cuando lo leí por primera vez me impactó, hoy me impacta de nuevo.
Debió ser terrorífico , solo deseo que no se repita mas.

Como siempre, lo bordaste