Hacedme un hueco en vuestros corazones y compartamos un tiempo de historias sencillas, escritas por manos sencillas.


8 may 2009

Uno

            Uno se levanta a las cinco y media de la mañana todos los días para entrar a trabajar a las siete en punto. Uno enciende la radio mientras se prepara el desayuno, porque a Uno le gusta desayunar tranquilo oyendo las noticias de cada día.

            Y Uno, que lleva desde los diecisiete años trabajando para vivir, acaba hastiado de lo que le cuentan, porque Uno tiene la insana costumbre de pensar y de analizar los hechos, lo que oye, lo que lee, lo que le dicen,  lo que le comentan, lo que ve con sus ojos y lo que siente.

            Y cuando Uno va camino del trabajo, piensa en lo que le han dicho momentos antes en la radio y no tiene más remedio que cabrearse, porque la inteligencia de Uno, que ha nacido con ella y que le ha engordado con los años, se le rebela cuando piensa que le están engañando, o que lo están intentando. Y él, o sea, Uno, esta harto de dejarse engañar.

            Y Uno se siente como un mirlo rodeado de una bandada de águilas con las uñas afiladas, dispuestas a caer sobre él al menor descuido.

            Y sabe que su trabajo pende de un hilo, tan fino como el que sujetaba el supuesto telón de ladrillo donde se dibujaba un presente y se auguraba un futuro de riquezas y comodidades y que ha resultado ser un telón de fina gasa podrida, que se ha hecho jirones en cuanto que ha soplado una ligera brisa.

            Y el mismo Uno esta cansado de oír sandeces pronunciadas por los políticos gobernantes a los que se les escapa de las manos el país. Disculpas, evasivas, “esto es una situación mundial”, “ nosotros nos lo encontramos así”…

            Y Uno esta más harto todavía de oír a los políticos de la oposición culpar al gobierno, cuando ellos tienen al menos el mismo porcentaje de culpa y encima están dando gracias al altísimo porque a ellos no les ha tocado lidiar con este toro. Porque no olvidemos que la oposición de hoy fue ayer gobierno y promovió las leyes para que cualquier trozo de esta tierra pudiese ser urbanizable, contribuyendo a que en cualquier parte se levantaran telones de ladrillo-gasa podrida.

            Y uno se desespera cuando oye que el gobierno pone en manos de los usureros el dinero de muchos Unos para tapar los agujeros que han producido ellos mismos al valorar la gasa podrida como seda. Y uno ha perdido ya la pista de ese dinero que uno mismo ha aportado y no sabe donde esta.

            Y Uno se indigna cuando recuerda los golpes recibidos hace muchos años, cuando se luchaba en la calle por el derecho al trabajo digno y ahora ve como nadie sale a defender sus derechos. Pero Uno entiende que nadie salga, cuando ve que los sindicatos se han convertido en meros instrumentos del poder para controlar a los trabajadores y no para educarlos y defender sus derechos.

            Y Uno llega al trabajo y se deja la piel durante diez horas y vuelve a casa, vuelve a su isla cansado, y se acuesta y sueña……..

            Uno sueña que se encuentra con otro que también piensa y que encuentra a otro más, y que se les unen muchos Unos y que con el esfuerzo de todos derriban todo lo malo para volverlo a construir de nuevo y que pasan de los políticos hipócritas y maliciosos y levantan un nuevo mundo basado en el respeto, en el trabajo y en la solidaridad…….

            Y el sueño se le rompe a las cinco y media de la mañana y uno se levanta de la cama y deja el sueño en la almohada con la esperanza de encontrarlo de nuevo a la noche siguiente.

1 nov 2008

Inter arma, silen leges

Yo pertenecí a un pelotón de fusilamiento después de la guerra, y los recuerdos de esos días me han perseguido toda la vida.

            A mis dieciocho años aquellas palabras me estallaron en los oídos como el disparo de una ráfaga de fusil ametrallador. Estábamos sentados en el huerto de atrás de la casa del pueblo, a la sombra del manzano, durante la hora de la siesta, mientras los demás habitantes de la casa dormían.

            Mi abuelo nunca dormía la siesta, perdió la costumbre durante la guerra.

            Eso era lo único que yo sabía acerca de la vida de mi abuelo durante esa época, en casa nunca se hablaba de ese tema, era como si todo el mundo corriese un tupido velo sobre esos años de desgracia. Él siempre dijo que no quería hablar de eso, que no quería recordar cosas que le hacían daño.

            Cerré el libro que estaba leyendo y le miré, estaba sentado muy tieso en una silla de enea, los codos apoyados en las rodillas, las manos entrelazadas y la mirada clavada en el suelo. Levantó la cabeza y clavó su mirada azul en mis ojos, cerró los ojos y continuó hablando.

Eran malos tiempos y el odio se había hecho fuerte en el corazón de los hombres, mi madre había muerto años atrás de unas malas fiebres y nos había dejado solos a mi padre y a mí.

Sacó del bolsillo del chaleco un paquete de “Ideales”, se llevó un cigarro a la boca y lo encendió con el mechero de gasolina. Una tos ronca le salió del pecho.

Dicen que algún día esto me va a matar, pero si no lo consiguieron esos hijos de puta, no lo va a conseguir el tabaco.

Exclamó, mientras me miraba y una tímida sonrisa asomaba en su semblante.

Cuando las primeras bombas cayeron sobre Madrid yo tenía diecisiete años. Mi padre tenía un cargo político en el Partido Comunista y era miembro de la Junta de Defensa de Madrid, era uno de los más señalados y sabía que si Madrid caía, él junto con muchos otros iba a ser fusilado. También sabía que tarde o temprano Madrid iba a caer en manos de Franco

Mi asombro era cada vez mayor, no solamente estaba hablando de la guerra sino que me estaba diciendo que mi bisabuelo era un miembro destacado del Partido Comunista. En mi casa no éramos precisamente de izquierdas, mi padre cuando se refería a los socialistas le llamaba despectivamente “Sociatas”, y cuando se hablaba de democracia le aparecía en el rostro una sonrisa irónica que dejaba entrever su tendencia de pensamiento. Mi madre por su parte era de las de confesión diaria y golpe de pecho, cosa que no había logrado transmitirnos ni a mí, ni a mi hermana, dos años mayor que yo y que se había ido a estudiar a Francia tras una lucha a brazo partido con mis padres.

Yo por mi parte a pesar de tener un pensamiento distinto al de mis padres nunca había mostrado mis tendencias y evitaba hablar de ello, no me han gustado nunca las discusiones y prefería mantener una postura delante de ellos poco menos que transparente.

Pero lo que me estaba contando mi abuelo comenzaba a dar al traste con todo el edificio familiar, no concordaba con ese aroma pequeño-burgués que desprendía mi familia.

Durante días estuvo mi padre destruyendo documentos que nos podían comprometer. Después de volver de las largas reuniones de la Junta de Defensa, o de inspeccionar el frente, se metía en su despacho y leía y releía papeles e informes, hacía un montón con ellos y a la mañana siguiente se los llevaba para destruirlos.

Pasaron los días, las semanas y los meses y la situación era cada vez más comprometida para la República, se oían los disparos de los fusiles en la Casa de Campo y la gente decía que de un día a otro Madrid caería.

Una noche mi padre llegó muy tarde a casa, yo ya me había acostado, me despertó y me hizo vestirme con mucha urgencia, mientras lo hacía me dijo que estábamos perdiendo la guerra. Me entregó una documentación falsa y me contó su plan, quería que me pasase al otro bando con nombre falso.

Yo no entendía nada, no quería irme de su lado, no quería abandonarle, pero me dijo que no podía ser, que él solo podría escapar y que si me detenían sabiendo quién era mi padre me iban a fusilar o me iban a utilizar para cogerle a él. Me explicó que era la única forma de escapar, él hacia Valencia donde ya se había retirado el Gobierno y yo quedándome en el otro bando. Me dijo además que pidiese la entrada en el ejército, los papeles que llevaba decían que era mayor de lo que realmente era. Durante esa noche me preparó una coartada, un falso pasado, no hizo falta que me enseñase a rezar, porque mi madre ya lo había hecho a espalda suya.

Yo estaba muy asustado pero tenía el convencimiento de que mentir era el único camino a la vida.

Me despedía de él en una camino lleno de barro, me abrazó, me besó y me dijo que me cuidara mucho, que lo importante era vivir por encima de todo.

Me dieron el alto unos soldados que estaban de patrulla y me llevaron a un campamento en Brunete. Me interrogaron y me encerraron en una especie de calabozo junto con otros hombres. Estuve allí durante dos días, y allí me enteré que Madrid había caído.

En un cuartel en Fuencarral me dieron un uniforme y me enseñaron a disparar, me hicieron jurar la bandera roja y gualda y me destinaron a un pelotón al mando del teniente Holgado y del sargento Vasalle.

El teniente era un hombre joven y muy educado que procuraba no alzar la voz más allá de lo necesario para dar las órdenes, pero el sargento era un hijo de puta que disfrutaba con el sufrimiento de los demás.

Nos levantaron una madrugada, a las cuatro de la mañana y no hicieron entrar en un camión, nos llevaron hasta la tapia del cementerio de La Almudena, allí estuvimos esperando hasta que llegó otro camión cargado de gente.

No sabíamos a que nos llevaban allí, hasta que vimos a aquellas gentes bajar del camión, con las ropas gastadas, en alpargatas, demacrados, con cara de hambre y el miedo dibujado en cada gesto, unos lloraban, otros gemían y se abrazaban, otros permanecían en silencio, con la cabeza muy alta, desafiantes, pero les temblaban las piernas.

El sargento les hizo bajar del camión y los colocó junto a la tapia del cementerio. La claridad le iba ganando el pulso a la noche y nosotros nos miramos unos a otros con cara de asombro. Nos mandaron a formar con voz firme en fila de a dos. Una voz ordenó, “izquierda”, y nos encontramos frente a una hilera de hombres aterrados. Yo también empecé a temblar. La voz de Vasalle resonó en mis oídos con sordina ordenando “firmes”, “montar armas”, a lo que siguió al unísono el sonido metálico de los cerrojos de los fusiles, después “rodilla en tierra” a los de la primera fila.

Mis movimientos eran automáticos, yo estaba de pié en la segunda fila, recuerdo que a la orden de “apunten”, me eché el fusil al hombro y que al mirar por el alza del punto de mira lo veía todo borroso, eran las lágrimas.

Cerré los ojos en el momento en que oí la voz de “fuego”, apreté el gatillo y un repetido estruendo atravesó el aire limpio de la mañana.

Cuando abrí los ojos los cuerpos yacían inertes en el suelo, lloré mientras el teniente se paseaba entre los cuerpos, pistola en mano rematando de un tiro en la cabeza a los que no habían muerto de la primera descarga.

No acerté a decir ni una palabra, mis dedos se cerraban sobre el libro que sujetaba contra mi pecho, estaba sobrecogido, las imágenes se sucedían en mi cerebro mezcladas con mil preguntas que no eran capaces de encontrar salida a través de mi garganta.

Nos dejamos caer al suelo, agotados. Yo era incapaz de contener las lágrimas mientras el estómago se me contraía produciéndome unas terribles arcadas y un sabor agrio me subía a la boca.

El sargento se reía, llamándonos “maricones”, mientras el teniente encendía tranquilamente un cigarrillo.

Se llevaron los cuerpos en el mismo camión que los habían traído, cuerpos sin vida de gente como nosotros que habían muerto por defender unos ideales que eran los mismos que los míos, los mismos que los de mi padre.

Media hora después llegó otro camión, éste lleno de mujeres y se repitió la macabra escena, los gritos, los llantos, y ese temblor que me subía por las piernas cuando oía la voz del sargento, y las mismas lágrimas que me impedían ver, y las mismas arcadas.

Cuatro camiones despachamos ese día, unos sesenta desgraciados cuyo destino se había cruzado con nuestros fusiles.

Nunca volví a saber nada de mi padre, no se si consiguió escapar o si tuvo la desgracia o la mala suerte de caer en manos de las tropas vencedoras. Nunca sabré si un muchacho como yo, en cualquier lugar de España, de esa España rota, desgarrada, ensangrentada, tembló y lloró mientras disparaba contra mi padre.

Bajó la cabeza y la apoyó entre las manos, con los ojos azules clavados en el suelo. Yo me quedé sentado mirándole, en el huerto de atrás solo se oía el canto de los gorriones haciendo la cama, la tarde comenzaba a dejar caer su manto. Me levanté de la silla y caminé despacio hacia la casa.

Nunca supe porqué me contó aquello ni porqué fui yo el elegido. Pero jamás se lo pregunté, ni nunca se lo conté a nadie. Sus razones tendría, y yo, por mi parte, no me gustan los problemas, prefiero ser transparente. 

24 oct 2008

Una mujer para toda la vida

La había admirado en fotos un centenar de veces, me gustaba, su serena belleza me hacía soñar con otros lugares. La palidez de su piel, su esbeltez, su espalda perfecta, el justo tamaño de sus pechos, su vientre, liso, suave. Me había gustado desde siempre, desde mi juventud.
Tenía fotos de ella desde todas las posiciones, de su cara, de su pelo, de su espalda, de sus hombros, de sus maravillosos hombros……
Había sido mi amor eterno, platónico, durante los primeros tiempos de mi pubertad fue la fuente que alimentó mi libido pecaminosa. Cuando miraba a las chicas las comparaba con ella y ninguna se le parecía, hasta que fui creciendo y a la vez me fui dando cuenta de que nunca encontraría a una mujer como ella. Poco a poco la fui apartando de mis pensamientos sin olvidarla, fui perdiendo las fotos pero a ella la situé en un rincón de mi memoria, de fácil acceso para poder pensar en ella cuando me sintiera solo.
Siempre supe que estaba en París, donde si no, en la ciudad de la luz, solo allí podía vivir tanta belleza.La vorágine del trabajo me llevó a esa ciudad cinco veces, pero nunca pude ir a verla. Era un martirio saber que estaba en la misma ciudad donde ella vivía y no poder ir a verla me desesperaba, siempre iba con el tiempo justo, siempre corriendo, siempre agitado, urgente. Al final volvía a Madrid diciéndome que la próxima vez la vería, la conocería. Pero nunca pudo ser.
Pero pasados muchos años, al fin pude ir a París a pasar unos días sin prisas y sucedió.
Muy temprano me acerqué donde vivía, tomé el metro emocionado, no me lo podía creer, al fin la iba a ver.
Según me acercaba la emoción crecía dentro de mi pecho, el corazón se me agitaba mientras caminaba atravesando el enorme jardín que antecede a su morada.
Atravesé pasillos, enormes salas, aparté de mi camino a la gente que me cerraba el paso, hasta que llegué a un salón cuadrado, y en el centro del salón estaba ella al fin….. Allí estaba, lo primero que vi fue su espalda, la fui rodeando poco a poco hasta que estuve frente a ella, la emoción que sentí en aquel momento casi hizo que una atrevida lágrima atravesara mi mejilla, pero me pude contener. Estuve unos minutos mirándola, a pesar de la gente que nos rodeaba, en aquel salón solo estábamos ella y yo, ella tan bella, tan eterna, y yo tan insignificante.
Sentí que un brazo me rodeaba el mío y una cabeza se apoyaba en mi hombro, una voz familiar de mujer me decía.“Cuanta belleza, La Venus de Milo”
“Si” le contesté a mi esposa. “Es muy bella”
Saqué un par de fotos y cogidos de a mano seguimos paseando por los pasillos del Louvre.
Antes de abandonar la sala volví la mirada pensando que en realidad era demasiado grande para mí. Si, me gustaba mucho, pero era demasiado grande. A mi me gustan las mujeres más pequeñas, más recogiditas, como la mía. 
Además pensé que pasase lo que pasase Venus estaría siempre ahí esperándome, pero a la que llevaba cogida de la mano tenía que enamorarla cada día si quería tenerla a mi lado.

13 oct 2008

ANIVERSARIO


¿Recuerdas cuando nos conocimos? Tú bajabas por la calle de la cuesta, esa que lleva hasta el mercado y que desciende mansa, con su empedrado brillante de haber pasado siglos de gentes por encima de sus piedras. Yo estaba sentado en un escañil, jugando a las taba con mis amigos y te vi paseando tus apenas catorce años recién cumplidos, con tu coleta alta meciéndose a cada paso, tus pechos recién estrenados, tus caderas escondidas tras los anchos pliegues de aquél vestido azul. Al pasar me miraste y sentí que me moría, pero cuando sonreíste me volvió la vida, la calle se iluminó y solo te veía a ti y solo oía tus pasos sobre el empedrado.
Dejé a mis amigos allí sentados y caminé tras de ti, ansioso por mirar de nuevo tu cara, pero avergonzado de seguirte. Entraste en el mercado y te paraste en el puesto de las flores, yo me di la vuelta para verte, escondido tras un puesto de fruta. No había flor en aquel puesto que igualara tu belleza, es imagen se me quedó grabada en la memoria junto con el olor de los melocotones maduros que tenía frente a mi.
Ese olor me ha acompañado durante toda mi vida contigo, eres la única mujer a la que he amado, nunca amaré a nadie más porque tú me lo has dado todo.
Si alguna vez le he puesto cara a la felicidad, fue el día que nació nuestro hijo, fue al verte como lo mirabas mientras le ofrecías el pecho para que se alimentara cuando comprendí lo que significa el amor.
Hoy hace sesenta años que te vi por primera vez y te sigo mirando igual que lo hice aquél día, aunque aquél pelo negro ahora sea blanco como la nieve, aunque la tersura de tu piel se haya quedado a jirones en cada día que hemos vivido juntos y las arrugas sean las cicatrices del tiempo.
Aunque te hable y no me respondas, aunque me mires con las pupilas perdidas en el tiempo y la distancia entre nosotros sea insalvable. Aunque a veces me confundas y no reconozcas mi rostro.
Siempre serás mi amor eterno.

11 oct 2008

Rayos de esperanza

Es tarde cuando Alí cierra el cafetín, baja el cierre y lo traba con un grueso candado, en la puerta se despide de su amigo Said. Desde hace seis meses, desde el mismo día en que abrió las puertas de su negocio, ni un solo día su amigo ha faltado a la hora del cierre, llega una hora antes, se sienta en la barra y se toma un té verde. Lo toma con la lentitud con la que se ejecuta un ritual, muy caliente, a pequeños sorbos.

El calor del agua extrae el aroma de la hierbabuena mezclándolo con el azúcar y el té, creando un jarabe que produce un placer para los sentidos al que la mayoría de los occidentales no estamos llamados a disfrutar. Un buen té lleva la memoria de miles de años de cultura y tradición.

Se abrazan como todas las noches, se desean salud para cada uno y los suyos y tras llevarse la mano al corazón toman distintos caminos para regresar a su casa.

            Como cada noche, Alí  toma el autobús a esas horas en las que casi todos los viajeros coinciden en el mismo trayecto, rostros familiares que se saludan levemente con un movimiento de cabeza o con una tímida sonrisa, pasando al instante a sumergirse cada uno en sus pensamientos. Mientras, el enorme vehículo atraviesa la gran ciudad con su carga de cansancio, para ir depositando a cada uno al final de su trayecto.

            Mientras las luces de la ciudad van pasando, la memoria de Alí atraviesa el tiempo y recuerda  su niñez, recuerda las mañanas sentado en las escalinatas de la entrada del Zoco de Tetuán, siguiendo a las mujeres españolas, “Marías”, como les llamaban, ofreciéndose a llevarle la cesta de la compra a casa.

Al fin, cuando alguna aceptaba sus servicios, Alí se cargaba a la espalda con las cestas repletas de fruta y verduras, cestas que pesaban como una losa y que le dejaban en la espalda la marca del esparto. Por unas monedas, y si la “María” era buena, alguna fruta. Otras le despedían con un gesto de desprecio, pero Alí siempre respondía con una sonrisa desdentada y corría a tomar posiciones de nuevo en la escalerilla del zoco.

De regreso a su casa le entregaba con orgullo a su madre las monedas que había ganado, y su madre, cansada de trabajar limpiando suelos y escaleras en las casas donde vivían los españoles, le arrimaba contra su pecho y lo abrazaba, era el mayor de cuatro hermanos, su padre había muerto en un accidente. Ahora parecía ver a su madre reflejada en el cristal del autobús, le parecía sentir la calidez de su abrazo y las caricias de sus manos enrojecidas de henna.

             Habían pasado los años, se habían quitado el hambre día a día, sin poder pensar en el futuro porque el futuro no tiene cabida cuando el presente es tan cruel, su amigo Said quería irse de allí, cada día le contaba lo bien que se vivía en España, cada día le decía que ellos también podrían vivir bien, y Alí que no tenía ojos mas que para Fátima, la hermana de Said, soñaba con poder casarse con ella.

            Salieron de Tetuán una tarde de Noviembre, su madre no dejaba de llorar mientras se despedía, cuando pasó a recoger a Said, Fátima desde la ventana, le dijo adiós con la mano y él le gritó que volvería para casarse con ella. Por la frontera de Ceuta era imposible pasar sin pasaporte ni visado, por lo que decidieron quedarse en El Rincón del Medir, durante tres días tuvieron que dormir en la playa hasta que encontraron sitio en un pequeño barco de pesca que se dedicaba algunos días al mes de llevar gente a las costas españolas, les costó todo el dinero que llevaban, y tras una interminable travesía, en la que el miedo, la oscuridad y el frío mordían su voluntad llegaron a una pequeña playa cerca  de Algeciras. Tuvieron que esperar hasta la noche siguiente para ponerse en marcha, amparados por la oscuridad, caminando de noche y durmiendo de día escondidos entre la maleza, llegaron hasta Málaga, allí les dieron trabajo en la construcción, mal pagados y malviviendo en un piso con otros emigrantes, ahorraron lo suficiente para viajar a Madrid.

            Madrid, la capital del España, la ciudad de los sueños, se mostró ante ellos, inmensa, inalcanzable a los ojos de los que no habían visto mas allá de una pequeña ciudad, urgente, con las prisas que el tiempo imprime en cada cara, en cada persona, en cada actitud, turbadora en definitiva. Durmieron en parques, vagaron por la inmensa urbe hasta que encontraron rasgos familiares entre las caras que les observaban, rasgos de los de su etnia, narices aguzadas, pieles morenas, pelo negro y volvieron a hablar, volvieron a comunicarse, con las manos unidas y con la alegría en el rostro.

            Les llevaron a una casa donde les recibieron con los brazos abiertos, con la hospitalidad de su pueblo, hablaron durante horas con un hombre mayor quien les fue informando de los pasos que tenían que dar para poder salir de la situación de ilegalidad en la que se encontraban, lo primero encontrar un trabajo, después iniciar los complicados trámites para obtener el permiso de residencia, trámites que debían poner en manos de abogados que sortearan los innumerables obstáculos que la administración española pone a los emigrantes.

            Said encontró trabajo en una obra, Alí en una fábrica donde ya trabajaba otro compatriota, trabajaba de turno de noche, acarreando piezas de forja con un carro, un trabajo pesado y mal pagado pero que le proporcionaba lo suficiente para vivir en un piso compartido con otros ocho emigrantes, comer y ahorrar dinero para  poder arreglar los papeles y  aun enviar dinero a su madre.

            Tras dos años de duro trabajo volvió a Marruecos con el permiso de trabajo y el dinero suficiente para casarse, recuerda el sonido de los panderos, las flautas y los penetrantes gritos de las mujeres a la llegada de la novia a la que llevaban en alza, sobre una bandeja, tapado el rostro por un velo blanco, recuerda el profundo abismo de los ojos de Fátima cuando gemía de pasión durante su primer encuentro, y recuerda las lágrimas en los mismos ojos cuando se despidió de ella para venir a España.

Hacía tres años que tenía a su familia con él, habían conseguido alquilar un piso para ellos y sus dos hijos, Halim, nacido en Marruecos, mientras él estaba en España y la pequeña y preciosa Jadila, nacida en Madrid hacía apenas un año.

            Y desde hacía seis meses, su negocio, el orgullo se le notaba cuando hablaba de él con sus amigos y vecinos, no había sido fácil, había ahorrado hasta el último céntimo , había sido difícil convencer al dueño del local, al fin y al cabo seguía siendo un extranjero, se había empeñado en ese local, le había gustado desde el día que lo vio porque por la mañana los rayos del sol entraban por la puerta hasta la mitad del salón y el cielo y el sol de Madrid le recordaban tanto a los de su tierra. Tuvo que sacar las licencias, comprar los materiales para reformar el local, lo hizo él, con la ayuda de su amigo Said, por las noches, los fines de semana, hasta que un día pudieron por fin abrir el cierre, se paró orgulloso ante la entrada y se abrazó a su amigo emocionado.

            En seguida se le llenó de clientes, compatriotas que iban buscando la compañía de los suyos, charlas interminables de un pueblo para el que la palabra toma un sentido distinto, una comunión entre el cuerpo y el espíritu. Pero con los buenos clientes llegaron también los malos, los oscuros buscadores de fortuna, de dinero fácil.

            Llegaron un día tres hombres, bien vestidos, a la europea y le propusieron un negocio, le propusieron tener permanentemente en su cafetín a dos personas, una que se dedicaría a vender  hachis y la otra a vigilar cerca de la puerta, le aseguraron que no había problema, que controlaban a las patrullas de policía del barrio y que sería una fuente de ingresos extras para su negocio y para su familia. Le dijeron que la juventud española demandaba mucho producto de Marruecos y que ellos iban a cuidar de su negocio; la idea no le gustó, no quería tener nada que ver con la ilegalidad, y mucho menos con el mundo de la droga. Le dejaron pensárselo unos días, transcurridos los cuales volvieron a presentarse en el establecimiento, ante su negativa, se enfadaron y le amenazaron, le dijeron que lo podía perder todo, pero Alí se mantuvo firme y al final se marcharon.

            Esa noche mientras estaba cerrando el cafetín junto a su amigo, se presentaron cuatro hombres, les dieron una paliza y le destrozaron el local, les dejaron maltrechos, tirados en el suelo, molidos a golpes y patadas por todo el cuerpo, cuando se marcharon los salvajes atacantes, ayudándose el uno al otro se pusieron de pié en medio del destrozo. Alí se decía que era el fin de sus sueños.

Entonces en silencio fueron entrando por la puerta, eran los vecinos del barrio, algunos de raza árabe como Alí, otros españoles, ecuatorianos, colombianos, peruanos, pakistaníes, indios, sudaneses, guineanos, hombres y mujeres que entraban el en cafetín y miraban el destrozo que habían echo los desalmados. Uno de ellos se dirigió al cuarto de utensilios y cogió una escoba, otros se dedicaron a levantar las mesas, otros a recoger las botella y los vaso rotos, durante los días siguientes cada vez que Alí abría el cierre, los vecinos bajaban para echarle una mano.

En unos días el cafetín volvió a ser como era antes, pero ya no era un negocio para emigrantes árabes, se convirtió en el sitio donde se reunían todos los vecinos del barrio, de todas las razas, de todos los colores.

            Alí desciende del autobús, con paso cansado se dirige a su casa,  en sus labios se dibuja una sonrisa, sabe que le espera el amor de su esposa y el cariño de sus hijos, también sabe que al día siguiente amanecerá de nuevo y que por la puerta de entrada a su cafetín entrarán los rayos de la esperanza.

8 oct 2008

Violeta

Esta mañana fría de noviembre, hemos enterrado a Violeta, apenas sentía el frío que me subía desde los pies mojados por la tierra húmeda del cementerio, mientras veía como descendían el ataúd sujeto por dos gruesas cuerdas. El ruido sordo de la madera al golpear contra las paredes de la fosa, golpeaba mis sienes, mientras mis recuerdos viajaban en el tiempo hacia otro tiempo, hace muchos años…….

Los recuerdos de la prima Violeta están asociados a las calurosas horas de la siesta en Agosto, al canto de las cigarras y al sopor que tras una copiosa comida envolvía mis sentidos. En las horas centrales del día mi cuerpo solo deseaba abandonarse a la laxitud de los músculos, ese estado entre el sueño y la consciencia, rodeado de los aromas del patio que penetraban en el dormitorio por la ventana. Olor a menta y a hierbabuena, a romero y albahaca, a tomillo limonero……, y a la colonia que usaba la prima Violeta, que impregnaba mi pituitaria y se alojaba en un rincón de mi cerebro, al que aún hoy, después de muchos años, acudo de vez en cuando buscando momentos de paz.

Vivía Violeta en la casa de mis abuelos, un caserón a modo de pequeño cortijo a las afueras del pueblo al que se accedía desde la carretera por un camino de tierra entre altos cipreses. Allí me enviaban mis padres cada verano cuando terminaba el curso.

Mis tíos, los padres de Violeta habían muerto en un accidente de automóvil cuando ella aún no había cumplido los quince años años. Esto hizo que Violeta abandonara Barcelona para irse a vivir con los abuelos al pueblo.

Dejó los estudios y se dedicó a cuidar de ellos, se encerró en la vieja casona y entregó su vida a cuidar de la vejez de los abuelos, de modo que cuando ellos murieron, y lo hicieron con cuatro días de diferencia, se quedó sola, con treinta y cuatro años y la juventud perdida en una estación de paso.

Había tenido Violeta varios pretendientes durante su juventud, pero a ninguno le hizo caso. Con el paso de los años, en el pueblo y en torno a su persona, se fue forjando una leyenda de mujer imposible, de fortaleza inquebrantable.

Era Violeta una mujer alta, morena, que paseaba por la casa un cuerpo bien formado, las piernas esbeltas y bien torneadas, la cintura estrecha, las caderas anchas y unos pechos, que hacían volver la cabeza a los hombres cuando se cruzaban con ella por la calle.

Yo me enamoré de Violeta cuando tenía diez años y la estuve amando en secreto hasta que con veinte años, se cruzó en mi camino una rubita, nerviosa y mandona que se convertiría en mi mujer.

Era mi prima dieciocho años mayor que yo. Entre que su padre era mucho mayor que el mío y que mi padre se casó pasada la treintena, mi prima era una mujer cuando a mi aún se me caían los mocos.

La primera vez que fui a veranear al pueblo, a casa de mis abuelos, yo tenía diez años. Hasta aquel año habíamos vivido en Francia, donde yo había nacido. Pero tras muchos años de trabajo, mis padres decidieron volverse a España. Nos instalamos en Madrid. Mi padre compró un bar cerca de la Plaza del Carmen, y entre él sirviendo en la barra y mi madre en la cocina haciendo aperitivos, lo sacaron adelante con éxito. Para ellos era imposible marcharse de Madrid en el verano, con la afluencia de turistas en época estival el negocio se multiplicaba, por lo que decidieron mandarme al pueblo en cuanto acababa el curso.

En el mismo momento que pisé aquella casa, Violeta me adoptó para si, se desvivía por mi, por hacerme agradable el tiempo que pasaba en aquel caserón. Ella fue mi compañera de aventuras en aquella casa grande que recorríamos durante horas, investigando en las habitaciones, en la cuadra, en el desván que en poco tiempo se convirtió en nuestro escondite secreto. Éramos cómplices de mil secretos, nos reíamos a hurtadillas, escondiéndoles a los abuelos nuestras correrías que ellos veían con agrado.

De aquél primer año recuerdo una noche que se había desatado una tormenta, Violeta vino a mi cuarto a ver como estaba y me encontró encogido en la cama, sudando y temblando, me abrazó, me dijo que me tranquilizara y se acostó conmigo en la cama, me envolvió su olor a limpio y a leche fresca y me dormí apoyado en su pecho.

Cada año, esperaba impaciente la llegada del verano, los exámenes finales, las notas y por fin el día que cogía el autobús que habría de llevarme al pueblo. Cuando el autobús bajaba la cuesta, se veía el pueblo a lo lejos, a la derecha de la carretera, y en el cruce, la marquesina de la parada, y allí de pié, Violeta esperando mi llegada.

En cuanto ponía el pié en el suelo, se tiraba a mi cuello llenándome de besos y diciéndome lo que había crecido y lo guapo que estaba. Yo me sentía azorado y se me subían los colores, pero me gustaba que me abrazara. Una ola de emoción recorría mi cuerpo y un cosquilleo se alojaba en mi estómago, sensaciones que más tarde identifiqué como una mezcla de devoción, amor y deseo.

El año que cumplí dieciséis años, fue el año que fallecieron mis abuelos, primero fue mi abuelo, se acostó y por la mañana cuando mi abuela se fue a levantar, se lo encontró frío como el mármol. Cuatro días después se murió mi abuela, de la misma forma. Todo el mundo en el pueblo decía que se había muerto de pena y así debió ser, su corazón no aguantó que se le fuera la mitad y se paró.

Aquél año estuve a punto de no ir al pueblo de vacaciones, mis padres no querían que yo fuese una carga para Violeta, pero ella insistió tanto que mis padres al fin accedieron.

Cuando bajé del autobús, la mujer que encontré bajo la marquesina era otra. Vestida de negro, algo más delgada y con los ojos vidriosos de las lágrimas. Se acercó a mí y me abrazó llorando.

Con el paso de los días Violeta pareció renacer de nuevo, se la veía más alegre y dicharachera, recorriendo la casa, sacudiendo alfombras, abriendo ventanas, como si quisiera que el aire nuevo se llevase la pena, que con la muerte de los abuelos se le había agarrado al alma.

Una noche, después de cenar nos sentamos en el salón, era un sitio que nunca se utilizaba, la vida en la casona se desenvolvía alrededor de la cocina. El salón, con sus sillones altos y mullidos, con la mesa de madera tan brillante, con la alfombra de lana espesa, perecía reservado para algún acontecimiento extraordinario que nunca se producía. Esa noche Violeta me hablo de su soledad, de la inutilidad de su vida, del sacrificio que había supuesto para ella abandonar la juventud para dedicarla a otros. Pero no lo decía como queja, si no para compartir conmigo lo que ella llevaba dentro. Yo por mi parte solo pude decirle que no estaba sola, que allí estaba yo y que siempre estaría a su lado. Me miró a los ojos y me sonrió, en su sonrisa pude descifrar el amor que sentía por mi y en sus ojos pude ver la resignación que produce la soledad.

Se levantó y se sentó a mi lado, me acarició la cabeza y la atrajo hasta su pecho. Así, recostado, inundado por el olor de Violeta me quede dormido.

El tiempo voló y se llevó nuestro tiempo de verano. Yo acabé mis estudios, conocí a mi mujer y tuvimos nuestro primer hijo. Nunca olvidaré los ojos de Violeta cuando se lo llevamos al pueblo para que lo conociera, cuanto amor en ese regazo que lo sostenía; después tuvimos a nuestra hija, Violeta.

Fueron ellos los que tomaron el testigo de los largos veranos en aquella casa, rodeados de aromas eternos, de risas y del incondicional y desbordado amor de Violeta.

Madrid, 13 de septiembre de 2008

Fotografía de: Elia Fuentes (Seixo)
fotografía de violeta, autor desconocido

27 sept 2008

La familia de Don Miguel

Cuando hubo leído la última palabra de la carta de Marta las lágrimas corrían por sus mejillas. El marido de Marta había caído en la montaña luchando contra las tropas del dictador, abatido por una ráfaga de fusil-ametrallador. Cuanta desgracia estaba trayendo aquella insurrección, cuantas familias destrozadas, y ahora le había tocado el turno a la suya. Lloraba por Juan, muerto, y sentía el corazón roto por su hija y deseó estar a su lado para consolarla.

Inmediatamente tomó papel y sacando la pluma del bolsillo interior de la americana se sentó a escribirle una carta de respuesta con el deseo de que aquellas letras pudieran suplir de alguna manera la distancia, que aquellas frases de cariño acunaran a su hija y enjugaran sus lágrimas.

La última semana había recibido noticias de todos los suyos. María Luz que se marchó un día atravesando el océano hasta España y trabajaba de mucama en una casa. La trataban bien, pero él sabía más, porque leía las palabras ausentes, esas que aunque no se escriban están en el papel, como si la mente las hubiera escrito con una tinta invisible. Esas palabras le decían que por las noches, en aquél pequeño cuarto contiguo a la cocina, sin ventanas para ver la calle, tumbada en un catre estrecho, mientras el calor la agobiaba o el frío la aterecía, humedecía la almohada con lágrimas de lejanía.

Marcial le había escrito también, era su hermano y estaba enfermo, sus cartas eran cortas y escuetas como era él, como siempre había sido, serio y seco, igual que el árbol que pierde la vida. Siempre con la vista puesta en el horizonte, esperando el agua cuando no llegaba y esperando la calma cuando los torrentes se llevaban el trabajo de todo el año, así se había forjado su carácter.

A su madre le escribía todos los meses, también vivía lejos, en la ciudad, con su hermana pequeña. Le contaba todo lo que pasaba en el pequeño pueblo, quién nacía y quién moría, porque los viejos pasan las horas así, recordando a los muertos e imaginando la vida de los recién llegados.

Siempre estaba rodeado de las cartas de su gente, entre ellas vivía y entre ellas acabaría sus días, eran los suyos, tanto como los otros, los que llamaban a su puerta y la encontraban siempre abierta y el paso franco; desde el día que llegó al pueblo, con la maleta llena de ilusiones, el corazón vacío de cariño y un diploma de medicina recién estrenado que colgó en la sala de visitas de la pequeña casa alquilada a las afueras.

Nunca había habido médico en aquél pueblo, y sus gentes se confiaron a él desde el primer día, cuando acabó de curar sus cuerpos, se dedicó a cuidar de sus almas, de las almas de todas las familias del pueblo.

El primero que llamó a su puerta fue Arturo, su hija se había casado en la ciudad con un buen muchacho, estudiante y algo revolucionario, entre los dos querían cambiar el mundo a favor de los sin techo. Había recibido carta de Marta y no sabía leer, se la leyó y le escribió la respuesta que el propio Arturo le dictaba con lágrimas en los ojos, entre envarado y avergonzado.

Al día siguiente había tres personas en su puerta, unas con cartas en la mano y otras con cartas en la mente, se dedicó a leer y escribir las cartas de los otros y a sentir los problemas y las alegrías como suyos, empezó a quererlos como sus padres, hermanos, hijos, nietos, novias y amigos que él nunca tuvo. Su familia.

Así pasaron los años entre cartas y sanamientos, lo mismo curaba un brazo roto que escribía una carta de amor a un novio lejano, sanaba una pulmonía o traía con sus palabras a la madre ausente o al marido, jornalero en otros campos.

Un día llegó un camión al pueblo, traía unos grandes rollos de hilo de cobre y unos palos largos que unos hombres clavaron en el suelo, colgaron los cables en los palos y se marcharon. Poco después llegó un señor con traje y corbata, les reunió en la taberna y les habló del teléfono, de cómo sus palabras irían por los cables de cobre hasta los oídos de los suyos.

Construyeron en la plaza una caseta de madera y cristales y la pintaron de rojo y las gentes dejaron de ir a casa de don Miguel, las gentes del pueblo hacían cola para hablar por el aparato negro que estaba colgado en la pared de la caseta roja.

La tristeza se apoderó de don Miguel, en unos días se había quedado sin familia, solo. Le envolvió una gran tristeza y se abandonó a su suerte. Por el pueblo corrió la voz de que el médico había enfermado.

Una mañana entró por su puerta Doña Rosario, traía en su mano la carta de su hijo, embarcado en un pesquero, para que se la leyera. Haciendo un esfuerzo se levantó de la cama y salió de la habitación, al salir vio que allí estaban todos los suyos con las cartas en las manos y en la cabeza, y don Miguel tuvo de nuevo noticias de todos los de su familia.

Y las gentes del pueblo, cuando volvían a sus casas con las cartas escritas por Don Miguel se paraban en la caseta roja para oír también la voz de los suyos.

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Fotografía de:
Elitista