Hacedme un hueco en vuestros corazones y compartamos un tiempo de historias sencillas, escritas por manos sencillas.


24 oct 2008

Una mujer para toda la vida

La había admirado en fotos un centenar de veces, me gustaba, su serena belleza me hacía soñar con otros lugares. La palidez de su piel, su esbeltez, su espalda perfecta, el justo tamaño de sus pechos, su vientre, liso, suave. Me había gustado desde siempre, desde mi juventud.
Tenía fotos de ella desde todas las posiciones, de su cara, de su pelo, de su espalda, de sus hombros, de sus maravillosos hombros……
Había sido mi amor eterno, platónico, durante los primeros tiempos de mi pubertad fue la fuente que alimentó mi libido pecaminosa. Cuando miraba a las chicas las comparaba con ella y ninguna se le parecía, hasta que fui creciendo y a la vez me fui dando cuenta de que nunca encontraría a una mujer como ella. Poco a poco la fui apartando de mis pensamientos sin olvidarla, fui perdiendo las fotos pero a ella la situé en un rincón de mi memoria, de fácil acceso para poder pensar en ella cuando me sintiera solo.
Siempre supe que estaba en París, donde si no, en la ciudad de la luz, solo allí podía vivir tanta belleza.La vorágine del trabajo me llevó a esa ciudad cinco veces, pero nunca pude ir a verla. Era un martirio saber que estaba en la misma ciudad donde ella vivía y no poder ir a verla me desesperaba, siempre iba con el tiempo justo, siempre corriendo, siempre agitado, urgente. Al final volvía a Madrid diciéndome que la próxima vez la vería, la conocería. Pero nunca pudo ser.
Pero pasados muchos años, al fin pude ir a París a pasar unos días sin prisas y sucedió.
Muy temprano me acerqué donde vivía, tomé el metro emocionado, no me lo podía creer, al fin la iba a ver.
Según me acercaba la emoción crecía dentro de mi pecho, el corazón se me agitaba mientras caminaba atravesando el enorme jardín que antecede a su morada.
Atravesé pasillos, enormes salas, aparté de mi camino a la gente que me cerraba el paso, hasta que llegué a un salón cuadrado, y en el centro del salón estaba ella al fin….. Allí estaba, lo primero que vi fue su espalda, la fui rodeando poco a poco hasta que estuve frente a ella, la emoción que sentí en aquel momento casi hizo que una atrevida lágrima atravesara mi mejilla, pero me pude contener. Estuve unos minutos mirándola, a pesar de la gente que nos rodeaba, en aquel salón solo estábamos ella y yo, ella tan bella, tan eterna, y yo tan insignificante.
Sentí que un brazo me rodeaba el mío y una cabeza se apoyaba en mi hombro, una voz familiar de mujer me decía.“Cuanta belleza, La Venus de Milo”
“Si” le contesté a mi esposa. “Es muy bella”
Saqué un par de fotos y cogidos de a mano seguimos paseando por los pasillos del Louvre.
Antes de abandonar la sala volví la mirada pensando que en realidad era demasiado grande para mí. Si, me gustaba mucho, pero era demasiado grande. A mi me gustan las mujeres más pequeñas, más recogiditas, como la mía. 
Además pensé que pasase lo que pasase Venus estaría siempre ahí esperándome, pero a la que llevaba cogida de la mano tenía que enamorarla cada día si quería tenerla a mi lado.

13 oct 2008

ANIVERSARIO


¿Recuerdas cuando nos conocimos? Tú bajabas por la calle de la cuesta, esa que lleva hasta el mercado y que desciende mansa, con su empedrado brillante de haber pasado siglos de gentes por encima de sus piedras. Yo estaba sentado en un escañil, jugando a las taba con mis amigos y te vi paseando tus apenas catorce años recién cumplidos, con tu coleta alta meciéndose a cada paso, tus pechos recién estrenados, tus caderas escondidas tras los anchos pliegues de aquél vestido azul. Al pasar me miraste y sentí que me moría, pero cuando sonreíste me volvió la vida, la calle se iluminó y solo te veía a ti y solo oía tus pasos sobre el empedrado.
Dejé a mis amigos allí sentados y caminé tras de ti, ansioso por mirar de nuevo tu cara, pero avergonzado de seguirte. Entraste en el mercado y te paraste en el puesto de las flores, yo me di la vuelta para verte, escondido tras un puesto de fruta. No había flor en aquel puesto que igualara tu belleza, es imagen se me quedó grabada en la memoria junto con el olor de los melocotones maduros que tenía frente a mi.
Ese olor me ha acompañado durante toda mi vida contigo, eres la única mujer a la que he amado, nunca amaré a nadie más porque tú me lo has dado todo.
Si alguna vez le he puesto cara a la felicidad, fue el día que nació nuestro hijo, fue al verte como lo mirabas mientras le ofrecías el pecho para que se alimentara cuando comprendí lo que significa el amor.
Hoy hace sesenta años que te vi por primera vez y te sigo mirando igual que lo hice aquél día, aunque aquél pelo negro ahora sea blanco como la nieve, aunque la tersura de tu piel se haya quedado a jirones en cada día que hemos vivido juntos y las arrugas sean las cicatrices del tiempo.
Aunque te hable y no me respondas, aunque me mires con las pupilas perdidas en el tiempo y la distancia entre nosotros sea insalvable. Aunque a veces me confundas y no reconozcas mi rostro.
Siempre serás mi amor eterno.

11 oct 2008

Rayos de esperanza

Es tarde cuando Alí cierra el cafetín, baja el cierre y lo traba con un grueso candado, en la puerta se despide de su amigo Said. Desde hace seis meses, desde el mismo día en que abrió las puertas de su negocio, ni un solo día su amigo ha faltado a la hora del cierre, llega una hora antes, se sienta en la barra y se toma un té verde. Lo toma con la lentitud con la que se ejecuta un ritual, muy caliente, a pequeños sorbos.

El calor del agua extrae el aroma de la hierbabuena mezclándolo con el azúcar y el té, creando un jarabe que produce un placer para los sentidos al que la mayoría de los occidentales no estamos llamados a disfrutar. Un buen té lleva la memoria de miles de años de cultura y tradición.

Se abrazan como todas las noches, se desean salud para cada uno y los suyos y tras llevarse la mano al corazón toman distintos caminos para regresar a su casa.

            Como cada noche, Alí  toma el autobús a esas horas en las que casi todos los viajeros coinciden en el mismo trayecto, rostros familiares que se saludan levemente con un movimiento de cabeza o con una tímida sonrisa, pasando al instante a sumergirse cada uno en sus pensamientos. Mientras, el enorme vehículo atraviesa la gran ciudad con su carga de cansancio, para ir depositando a cada uno al final de su trayecto.

            Mientras las luces de la ciudad van pasando, la memoria de Alí atraviesa el tiempo y recuerda  su niñez, recuerda las mañanas sentado en las escalinatas de la entrada del Zoco de Tetuán, siguiendo a las mujeres españolas, “Marías”, como les llamaban, ofreciéndose a llevarle la cesta de la compra a casa.

Al fin, cuando alguna aceptaba sus servicios, Alí se cargaba a la espalda con las cestas repletas de fruta y verduras, cestas que pesaban como una losa y que le dejaban en la espalda la marca del esparto. Por unas monedas, y si la “María” era buena, alguna fruta. Otras le despedían con un gesto de desprecio, pero Alí siempre respondía con una sonrisa desdentada y corría a tomar posiciones de nuevo en la escalerilla del zoco.

De regreso a su casa le entregaba con orgullo a su madre las monedas que había ganado, y su madre, cansada de trabajar limpiando suelos y escaleras en las casas donde vivían los españoles, le arrimaba contra su pecho y lo abrazaba, era el mayor de cuatro hermanos, su padre había muerto en un accidente. Ahora parecía ver a su madre reflejada en el cristal del autobús, le parecía sentir la calidez de su abrazo y las caricias de sus manos enrojecidas de henna.

             Habían pasado los años, se habían quitado el hambre día a día, sin poder pensar en el futuro porque el futuro no tiene cabida cuando el presente es tan cruel, su amigo Said quería irse de allí, cada día le contaba lo bien que se vivía en España, cada día le decía que ellos también podrían vivir bien, y Alí que no tenía ojos mas que para Fátima, la hermana de Said, soñaba con poder casarse con ella.

            Salieron de Tetuán una tarde de Noviembre, su madre no dejaba de llorar mientras se despedía, cuando pasó a recoger a Said, Fátima desde la ventana, le dijo adiós con la mano y él le gritó que volvería para casarse con ella. Por la frontera de Ceuta era imposible pasar sin pasaporte ni visado, por lo que decidieron quedarse en El Rincón del Medir, durante tres días tuvieron que dormir en la playa hasta que encontraron sitio en un pequeño barco de pesca que se dedicaba algunos días al mes de llevar gente a las costas españolas, les costó todo el dinero que llevaban, y tras una interminable travesía, en la que el miedo, la oscuridad y el frío mordían su voluntad llegaron a una pequeña playa cerca  de Algeciras. Tuvieron que esperar hasta la noche siguiente para ponerse en marcha, amparados por la oscuridad, caminando de noche y durmiendo de día escondidos entre la maleza, llegaron hasta Málaga, allí les dieron trabajo en la construcción, mal pagados y malviviendo en un piso con otros emigrantes, ahorraron lo suficiente para viajar a Madrid.

            Madrid, la capital del España, la ciudad de los sueños, se mostró ante ellos, inmensa, inalcanzable a los ojos de los que no habían visto mas allá de una pequeña ciudad, urgente, con las prisas que el tiempo imprime en cada cara, en cada persona, en cada actitud, turbadora en definitiva. Durmieron en parques, vagaron por la inmensa urbe hasta que encontraron rasgos familiares entre las caras que les observaban, rasgos de los de su etnia, narices aguzadas, pieles morenas, pelo negro y volvieron a hablar, volvieron a comunicarse, con las manos unidas y con la alegría en el rostro.

            Les llevaron a una casa donde les recibieron con los brazos abiertos, con la hospitalidad de su pueblo, hablaron durante horas con un hombre mayor quien les fue informando de los pasos que tenían que dar para poder salir de la situación de ilegalidad en la que se encontraban, lo primero encontrar un trabajo, después iniciar los complicados trámites para obtener el permiso de residencia, trámites que debían poner en manos de abogados que sortearan los innumerables obstáculos que la administración española pone a los emigrantes.

            Said encontró trabajo en una obra, Alí en una fábrica donde ya trabajaba otro compatriota, trabajaba de turno de noche, acarreando piezas de forja con un carro, un trabajo pesado y mal pagado pero que le proporcionaba lo suficiente para vivir en un piso compartido con otros ocho emigrantes, comer y ahorrar dinero para  poder arreglar los papeles y  aun enviar dinero a su madre.

            Tras dos años de duro trabajo volvió a Marruecos con el permiso de trabajo y el dinero suficiente para casarse, recuerda el sonido de los panderos, las flautas y los penetrantes gritos de las mujeres a la llegada de la novia a la que llevaban en alza, sobre una bandeja, tapado el rostro por un velo blanco, recuerda el profundo abismo de los ojos de Fátima cuando gemía de pasión durante su primer encuentro, y recuerda las lágrimas en los mismos ojos cuando se despidió de ella para venir a España.

Hacía tres años que tenía a su familia con él, habían conseguido alquilar un piso para ellos y sus dos hijos, Halim, nacido en Marruecos, mientras él estaba en España y la pequeña y preciosa Jadila, nacida en Madrid hacía apenas un año.

            Y desde hacía seis meses, su negocio, el orgullo se le notaba cuando hablaba de él con sus amigos y vecinos, no había sido fácil, había ahorrado hasta el último céntimo , había sido difícil convencer al dueño del local, al fin y al cabo seguía siendo un extranjero, se había empeñado en ese local, le había gustado desde el día que lo vio porque por la mañana los rayos del sol entraban por la puerta hasta la mitad del salón y el cielo y el sol de Madrid le recordaban tanto a los de su tierra. Tuvo que sacar las licencias, comprar los materiales para reformar el local, lo hizo él, con la ayuda de su amigo Said, por las noches, los fines de semana, hasta que un día pudieron por fin abrir el cierre, se paró orgulloso ante la entrada y se abrazó a su amigo emocionado.

            En seguida se le llenó de clientes, compatriotas que iban buscando la compañía de los suyos, charlas interminables de un pueblo para el que la palabra toma un sentido distinto, una comunión entre el cuerpo y el espíritu. Pero con los buenos clientes llegaron también los malos, los oscuros buscadores de fortuna, de dinero fácil.

            Llegaron un día tres hombres, bien vestidos, a la europea y le propusieron un negocio, le propusieron tener permanentemente en su cafetín a dos personas, una que se dedicaría a vender  hachis y la otra a vigilar cerca de la puerta, le aseguraron que no había problema, que controlaban a las patrullas de policía del barrio y que sería una fuente de ingresos extras para su negocio y para su familia. Le dijeron que la juventud española demandaba mucho producto de Marruecos y que ellos iban a cuidar de su negocio; la idea no le gustó, no quería tener nada que ver con la ilegalidad, y mucho menos con el mundo de la droga. Le dejaron pensárselo unos días, transcurridos los cuales volvieron a presentarse en el establecimiento, ante su negativa, se enfadaron y le amenazaron, le dijeron que lo podía perder todo, pero Alí se mantuvo firme y al final se marcharon.

            Esa noche mientras estaba cerrando el cafetín junto a su amigo, se presentaron cuatro hombres, les dieron una paliza y le destrozaron el local, les dejaron maltrechos, tirados en el suelo, molidos a golpes y patadas por todo el cuerpo, cuando se marcharon los salvajes atacantes, ayudándose el uno al otro se pusieron de pié en medio del destrozo. Alí se decía que era el fin de sus sueños.

Entonces en silencio fueron entrando por la puerta, eran los vecinos del barrio, algunos de raza árabe como Alí, otros españoles, ecuatorianos, colombianos, peruanos, pakistaníes, indios, sudaneses, guineanos, hombres y mujeres que entraban el en cafetín y miraban el destrozo que habían echo los desalmados. Uno de ellos se dirigió al cuarto de utensilios y cogió una escoba, otros se dedicaron a levantar las mesas, otros a recoger las botella y los vaso rotos, durante los días siguientes cada vez que Alí abría el cierre, los vecinos bajaban para echarle una mano.

En unos días el cafetín volvió a ser como era antes, pero ya no era un negocio para emigrantes árabes, se convirtió en el sitio donde se reunían todos los vecinos del barrio, de todas las razas, de todos los colores.

            Alí desciende del autobús, con paso cansado se dirige a su casa,  en sus labios se dibuja una sonrisa, sabe que le espera el amor de su esposa y el cariño de sus hijos, también sabe que al día siguiente amanecerá de nuevo y que por la puerta de entrada a su cafetín entrarán los rayos de la esperanza.

8 oct 2008

Violeta

Esta mañana fría de noviembre, hemos enterrado a Violeta, apenas sentía el frío que me subía desde los pies mojados por la tierra húmeda del cementerio, mientras veía como descendían el ataúd sujeto por dos gruesas cuerdas. El ruido sordo de la madera al golpear contra las paredes de la fosa, golpeaba mis sienes, mientras mis recuerdos viajaban en el tiempo hacia otro tiempo, hace muchos años…….

Los recuerdos de la prima Violeta están asociados a las calurosas horas de la siesta en Agosto, al canto de las cigarras y al sopor que tras una copiosa comida envolvía mis sentidos. En las horas centrales del día mi cuerpo solo deseaba abandonarse a la laxitud de los músculos, ese estado entre el sueño y la consciencia, rodeado de los aromas del patio que penetraban en el dormitorio por la ventana. Olor a menta y a hierbabuena, a romero y albahaca, a tomillo limonero……, y a la colonia que usaba la prima Violeta, que impregnaba mi pituitaria y se alojaba en un rincón de mi cerebro, al que aún hoy, después de muchos años, acudo de vez en cuando buscando momentos de paz.

Vivía Violeta en la casa de mis abuelos, un caserón a modo de pequeño cortijo a las afueras del pueblo al que se accedía desde la carretera por un camino de tierra entre altos cipreses. Allí me enviaban mis padres cada verano cuando terminaba el curso.

Mis tíos, los padres de Violeta habían muerto en un accidente de automóvil cuando ella aún no había cumplido los quince años años. Esto hizo que Violeta abandonara Barcelona para irse a vivir con los abuelos al pueblo.

Dejó los estudios y se dedicó a cuidar de ellos, se encerró en la vieja casona y entregó su vida a cuidar de la vejez de los abuelos, de modo que cuando ellos murieron, y lo hicieron con cuatro días de diferencia, se quedó sola, con treinta y cuatro años y la juventud perdida en una estación de paso.

Había tenido Violeta varios pretendientes durante su juventud, pero a ninguno le hizo caso. Con el paso de los años, en el pueblo y en torno a su persona, se fue forjando una leyenda de mujer imposible, de fortaleza inquebrantable.

Era Violeta una mujer alta, morena, que paseaba por la casa un cuerpo bien formado, las piernas esbeltas y bien torneadas, la cintura estrecha, las caderas anchas y unos pechos, que hacían volver la cabeza a los hombres cuando se cruzaban con ella por la calle.

Yo me enamoré de Violeta cuando tenía diez años y la estuve amando en secreto hasta que con veinte años, se cruzó en mi camino una rubita, nerviosa y mandona que se convertiría en mi mujer.

Era mi prima dieciocho años mayor que yo. Entre que su padre era mucho mayor que el mío y que mi padre se casó pasada la treintena, mi prima era una mujer cuando a mi aún se me caían los mocos.

La primera vez que fui a veranear al pueblo, a casa de mis abuelos, yo tenía diez años. Hasta aquel año habíamos vivido en Francia, donde yo había nacido. Pero tras muchos años de trabajo, mis padres decidieron volverse a España. Nos instalamos en Madrid. Mi padre compró un bar cerca de la Plaza del Carmen, y entre él sirviendo en la barra y mi madre en la cocina haciendo aperitivos, lo sacaron adelante con éxito. Para ellos era imposible marcharse de Madrid en el verano, con la afluencia de turistas en época estival el negocio se multiplicaba, por lo que decidieron mandarme al pueblo en cuanto acababa el curso.

En el mismo momento que pisé aquella casa, Violeta me adoptó para si, se desvivía por mi, por hacerme agradable el tiempo que pasaba en aquel caserón. Ella fue mi compañera de aventuras en aquella casa grande que recorríamos durante horas, investigando en las habitaciones, en la cuadra, en el desván que en poco tiempo se convirtió en nuestro escondite secreto. Éramos cómplices de mil secretos, nos reíamos a hurtadillas, escondiéndoles a los abuelos nuestras correrías que ellos veían con agrado.

De aquél primer año recuerdo una noche que se había desatado una tormenta, Violeta vino a mi cuarto a ver como estaba y me encontró encogido en la cama, sudando y temblando, me abrazó, me dijo que me tranquilizara y se acostó conmigo en la cama, me envolvió su olor a limpio y a leche fresca y me dormí apoyado en su pecho.

Cada año, esperaba impaciente la llegada del verano, los exámenes finales, las notas y por fin el día que cogía el autobús que habría de llevarme al pueblo. Cuando el autobús bajaba la cuesta, se veía el pueblo a lo lejos, a la derecha de la carretera, y en el cruce, la marquesina de la parada, y allí de pié, Violeta esperando mi llegada.

En cuanto ponía el pié en el suelo, se tiraba a mi cuello llenándome de besos y diciéndome lo que había crecido y lo guapo que estaba. Yo me sentía azorado y se me subían los colores, pero me gustaba que me abrazara. Una ola de emoción recorría mi cuerpo y un cosquilleo se alojaba en mi estómago, sensaciones que más tarde identifiqué como una mezcla de devoción, amor y deseo.

El año que cumplí dieciséis años, fue el año que fallecieron mis abuelos, primero fue mi abuelo, se acostó y por la mañana cuando mi abuela se fue a levantar, se lo encontró frío como el mármol. Cuatro días después se murió mi abuela, de la misma forma. Todo el mundo en el pueblo decía que se había muerto de pena y así debió ser, su corazón no aguantó que se le fuera la mitad y se paró.

Aquél año estuve a punto de no ir al pueblo de vacaciones, mis padres no querían que yo fuese una carga para Violeta, pero ella insistió tanto que mis padres al fin accedieron.

Cuando bajé del autobús, la mujer que encontré bajo la marquesina era otra. Vestida de negro, algo más delgada y con los ojos vidriosos de las lágrimas. Se acercó a mí y me abrazó llorando.

Con el paso de los días Violeta pareció renacer de nuevo, se la veía más alegre y dicharachera, recorriendo la casa, sacudiendo alfombras, abriendo ventanas, como si quisiera que el aire nuevo se llevase la pena, que con la muerte de los abuelos se le había agarrado al alma.

Una noche, después de cenar nos sentamos en el salón, era un sitio que nunca se utilizaba, la vida en la casona se desenvolvía alrededor de la cocina. El salón, con sus sillones altos y mullidos, con la mesa de madera tan brillante, con la alfombra de lana espesa, perecía reservado para algún acontecimiento extraordinario que nunca se producía. Esa noche Violeta me hablo de su soledad, de la inutilidad de su vida, del sacrificio que había supuesto para ella abandonar la juventud para dedicarla a otros. Pero no lo decía como queja, si no para compartir conmigo lo que ella llevaba dentro. Yo por mi parte solo pude decirle que no estaba sola, que allí estaba yo y que siempre estaría a su lado. Me miró a los ojos y me sonrió, en su sonrisa pude descifrar el amor que sentía por mi y en sus ojos pude ver la resignación que produce la soledad.

Se levantó y se sentó a mi lado, me acarició la cabeza y la atrajo hasta su pecho. Así, recostado, inundado por el olor de Violeta me quede dormido.

El tiempo voló y se llevó nuestro tiempo de verano. Yo acabé mis estudios, conocí a mi mujer y tuvimos nuestro primer hijo. Nunca olvidaré los ojos de Violeta cuando se lo llevamos al pueblo para que lo conociera, cuanto amor en ese regazo que lo sostenía; después tuvimos a nuestra hija, Violeta.

Fueron ellos los que tomaron el testigo de los largos veranos en aquella casa, rodeados de aromas eternos, de risas y del incondicional y desbordado amor de Violeta.

Madrid, 13 de septiembre de 2008

Fotografía de: Elia Fuentes (Seixo)
fotografía de violeta, autor desconocido